La guerra de Georgia y Rusia de 2008 nos dio las pistas de la nueva política exterior expansionista rusa
29/10/2025 | https://doi.org/10.63083/lamec.2025.61.jxc
En agosto de 2008, el Cáucaso fue el escenario de una guerra corta, pero de largo alcance simbólico. Georgia y Rusia, dos países miembros del Consejo de Europa en aquel momento, se enfrentaron militarmente en torno al control de las regiones separatistas de Osetia del Sur y Abjasia. Por primera vez desde su fundación en 1949, dos Estados miembros de este organismo continental, creado para promover la paz, el diálogo y los derechos humanos, se declaraban la guerra entre sí. El conflicto, que duró apenas cinco días, terminó formalmente con un alto el fuego mediado por Francia. Pero sus consecuencias se extienden hasta el presente: una Rusia que inauguraba allí su etapa de una política exterior expansiva, un sistema multilateral que empezaba a debilitarse y una Europa que tardó en reconocer la nueva lógica de confrontación que se estaba gestando.
Frente a la parálisis de muchos actores internacionales, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, presidida entonces por el político Lluís Maria de Puig, ofreció una alternativa poco convencional: una diplomacia parlamentaria que apostó por el diálogo, la neutralidad activa y la apertura de canales institucionales entre las partes enfrentadas. Una vía discreta, pero valiosa, en un contexto de tensión creciente. La vía de la diplomacia parlamentaria fue posible en aquel momento para mediar entre los dos Estados. No lo sería hoy en un escenario de confrontación abierta entre Rusia y sus aliados y los países europeos que apoyan Ucrania ante la guerra de invasión.
La guerra que anunciaba lo que venía
La guerra de Georgia no fue un accidente ni un conflicto aislado. Fue el resultado de una acumulación de tensiones mal gestionadas desde el colapso de la Unión Soviética. Las regiones de Osetia del Sur y Abjasia habían mantenido aspiraciones secesionistas desde los años 90, con apoyo tácito y posteriormente explícito de Moscú. Georgia, por su parte, aspiraba a integrarse en la OTAN y en la Unión Europea, alejándose cada vez más de la órbita rusa. Una falla entre los dos mundos, el occidental y la Rusia melancólica de su pasado imperial, pasaba también por el Cáucaso del Sud.
La ofensiva militar lanzada por Georgia el 7 de agosto de 2008 en Osetia del Sur provocó una inmediata y desproporcionada respuesta militar rusa. En solo unos días, las tropas rusas cruzaron la frontera y ocuparon parte del territorio georgiano. La guerra, aunque breve, fue un ensayo general de lo que ocurriría años más tarde en Ucrania.
De hecho, muchos analistas coinciden en que este conflicto marcó el inicio del giro revisionista de la política exterior rusa. Un año antes, en la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2007, el presidente Vladimir Putin había lanzado un mensaje inequívoco: denunciaba la expansión de la OTAN hacia el Este, cuestionaba el orden internacional liderado por Occidente y anunciaba que Rusia no se quedaría de brazos cruzados. Esa intervención, ignorada por algunos en su momento, hoy se revela como una piedra angular para entender el comportamiento geopolítico de Rusia en el siglo XXI. Putin anunció su proyecto que se ha prolongado hasta la actualidad en su discurso de Múnich en 2007.
El Consejo de Europa: ¿una posición de equilibrio o apaciguamiento?
Mientras muchos gobiernos europeos vacilaban o se limitaban a comunicados diplomáticos, el Consejo de Europa desplegó una intensa agenda de diplomacia parlamentaria. Lluís Maria de Puig, entendió que lo esencial no era castigar ni excluir, sino crear espacios de interlocución. Bajo su impulso, se organizaron misiones a Tiflis y Moscú, visitas a las zonas del conflicto, se promovieron debates en sesiones plenarias, y se redactaron informes equilibrados que repartían responsabilidades y proponían pasos concretos para garantizar el alto el fuego y la protección de derechos humanos. Esta postura generó controversia. Algunos sectores defendían la suspensión de la delegación rusa, como castigo por sus acciones militares. Pero De Puig defendió que la Asamblea debía mantenerse como un foro de diálogo paneuropeo, incluso y especialmente en contextos de guerra. “Expulsar es cerrar la puerta al diálogo”, decía. Fue una estrategia de contención simbólica. Aunque sin herramientas coercitivas, la Asamblea logró mantener un canal institucional abierto entre dos países en guerra. No es poco, si consideramos que muchos foros internacionales quedaron paralizados por la diplomacia de bloques.
Sin embargo, el trabajo de la Asamblea encontró pronto un límite estructural: el Comité de ministros del Consejo de Europa, formado por los gobiernos nacionales evitó usar siquiera la palabra “guerra” en sus documentos oficiales. Este gesto no fue neutro. Envió una señal a Moscú de que el coste político de la agresión era bajo. El resultado: Osetia del Sur y Abjasia quedaron bajo control de facto de Rusia, y el conflicto fue congelado sin resolución, tal como había ocurrido antes en Transnistria y más tarde en el Donbás ucraniano desde 2014 y hasta el estallido de la guerra de invasión en febrero de 2022. Visto en retrospectiva, esta contemporización alimentó la idea de que Rusia podía desafiar el orden europeo sin consecuencias reales, reforzando una estrategia exterior basada en zonas grises, desinformación, presencia militar encubierta y conflictos prolongados.
Hubo un tiempo para la palabra, hoy es el tiempo de la confrontación abierta
La experiencia del Consejo de Europa en 2008 es valiosa por lo que hizo, pero también por lo que no pudo hacer. Demostró que la diplomacia parlamentaria, aunque limitada, puede ser una herramienta eficaz para abrir caminos de diálogo en contextos polarizados. Pero también evidenció que, sin apoyo político de los Estados, sus efectos son modestos. El liderazgo de Lluís Maria de Puig mostró que el diálogo no es un gesto de debilidad, sino una estrategia de resistencia democrática. Su apuesta por mantener a Rusia y Georgia dentro del mismo espacio institucional reflejaba la convicción de que excluir no es resolver.
Sin embargo, los hechos posteriores, especialmente la anexión de Crimea en 2014 y la invasión a gran escala de Ucrania en 2022, obligan a preguntarse si aquella estrategia fue demasiado moderada. ¿Fue un error no sancionar con contundencia a Rusia en 2008? ¿Se subestimó el mensaje de Putin en Múnich en 2007? Hoy, con un continente sacudido por una guerra de alta intensidad, el caso de Georgia aparece como un aviso temprano ignorado. La diplomacia parlamentaria fue valiente, pero sola no basta. Requiere respaldo, coherencia y una visión estratégica compartida por las instituciones y los gobiernos.
Conclusión: no prestamos suficiente atención al mensaje de la guerra de 2008
La guerra entre Georgia y Rusia de 2008 no fue solo un conflicto regional. Fue una señal de alerta sobre el nuevo orden internacional que Vladimir Putin aspiraba a construir, y una advertencia sobre los límites del modelo europeo basado en el diálogo y la cooperación.
El Consejo de Europa, con todas sus limitaciones, intentó resistir al silencio y al cinismo. La Asamblea Parlamentaria apostó por una diplomacia invisible pero valiente, que puso la palabra donde otros ponían evasivas. Hoy, más de quince años después, el conflicto de 2008 no ha desaparecido. Al contrario: se ha expandido, y sus raíces geopolíticas se han profundizado. Pero la experiencia de esa diplomacia parlamentaria merece ser recordada como un acto político de dignidad en un momento en que la mayoría prefirió mirar hacia otro lado. La actuación del Consejo de Europa en 2008 fue oportuna, intentando acercar las partes en conflicto, pero la comunidad internacional no prestó suficiente atención al mensaje que Rusia envió en la breve pero simbólica guerra de 2008. Una guerra que se inició porqué el presidente de Georgia de aquel momento. Mijeil Saakashvili, decía sentirse fuertemente apoyado por Estados Unidos que patrocinaba las llamadas revoluciones de colores en diversas repúblicas exsoviéticas. Saquemos conclusiones de todo ello: hoy el Gobierno de Estados Unidos ha virado de posición y ha retomado una relación privilegiada con Rusia. Las repúblicas postsoviéticas deben tener su propia política autónoma y multivectorial como, por cierto, ha hecho Azerbaiyán. Los que se quedaron atrapados en los escarceos en suelo europeo entre las dos potencias de la post Guerra Fría en busca de sus zonas de influencia y sus límites, aún hoy arrastran graves problemas para preservar su autonomía estratégica en el concierto mundial.
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