El adictivo (y peligroso) secreto de las redes sociales
Una prestigiosa firma farmacéutica comenzó a comercializar con gran éxito un jarabe para la tos que conseguía eficacísimos resultados. Las madres de la época estaban felices porque no sólo eliminaba por completo la tos de sus hijos, sino que además les dejaba dormir como angelitos. Años después se supo que la heroína tenía fuertes efectos adictivos. El jarabe, evidentemente, ya no se comercializa.
Con las redes sociales nos ha pasado algo similar. Cuando las nuevas tecnologías irrumpieron en nuestras vidas en forma de diminutas pantallas que cabían en la palma de la mano, encontramos numerosas y prácticas aplicaciones que, sin lugar a dudas, simplificaron enormemente nuestras vidas. Hoy podemos hacer la compra desde nuestro teléfono móvil, contestar acto seguido varios correos de trabajo, leer el periódico y hacer una videollamada a esa persona a la que tanto queremos y que vive a 8.000 kilómetros. Todo un avance. Claro que, con el jarabe, la tos también se iba.
A la sombra de la tecnología creció una potente y rentable industria de creación de contenidos de lo más variados. Desde ese mapa que nos permite movernos por una ciudad desconocida sin tener que preguntar las indicaciones al primero que pasa, hasta juegos de pantalla infinita en los que sólo hay que juntar figuras del mismo color y que atrapan nuestra atención durante horas, pasando por las famosas redes sociales, que prometieron ser la garantía de la libertad de expresión y la consolidación de la aldea global de MacLuhan y resulta que se han convertido en una especie de aceptadas burbujas ideológicas en las que se multiplica la polarización, se extiende la radicalización y prácticamente desaparece el pensamiento crítico nacido de la confrontación de ideas. El digital jarabe para la tos tenía muchas contraindicaciones.
Cuando las grandes empresas del entorno digital se dieron cuenta del éxito de sus productos, buscaron planes de negocio que mejoraran su engagement, es decir, el compromiso del usuario con el productor del contenido. El “enganche”. Descubrieron que las personas disfrutaban más y, por tanto, pasaban más tiempo cuando se les ofrecía el tipo de contenido que previamente les había gustado. De modo que internet y las redes sociales se decantaron por enviar a cada usuario contenido similar al que habían consumido antes y así mantenían su atención y reforzaban sus creencias a fuerza de repetición. Nadie conseguía distinguir entre lo que nos gusta y lo que es verdad.
Poco después, descubrieron algo que muchos años antes había visto ya un prestigioso y también criticado psicólogo americano, Skinner. Sus ratones de laboratorio se ponían muy contentos cuando, al repetir una acción, obtenían su comida favorita. Pero se ponían aún más contentos si la obtenían después de haberse encontrado con varias decepciones, es decir, de repetir la acción y no encontrar la ansiada comida. La traducción al lenguaje de las redes sociales es “scroll infinito”, el sistema por el cual podemos refrescar eternamente nuestros contenidos en busca de la ansiada dopamina. Y, como los ratones de Skinner, quedamos atrapados en un intento perpetuo de conseguir más y más comida, aunque en la mayoría de las ocasiones no obtengamos nada. Parece que el jarabe digital era adictivo.
Y llegó la última vuelta de tuerca del consumo digital con la aplicación de un comportamiento antropológico tan antiguo que siempre ha existido pero que se magnifica con la irrupción de las redes sociales. Repasemos un poco de historia para buscar un ejemplo: cuando en la Revolución Francesa comenzaron a cortar cabezas en la guillotina en la plaza pública, es seguro que a muchos de los que allí estaban viendo el sangriento final de la familia real y de la nobleza no les parecía lo más oportuno. Pero ¿quién querría destacar en el grupo como el inconformista cuando la autoridad tiene una guillotina? Las masas vociferaban a favor del tremendo castigo porque así nadie dudaría de su pertenencia al grupo del pueblo sublevado. Este fenómeno se conoce como la indignación moral y afianza la sensación de pertenencia al grupo.
Los desarrolladores de redes sociales descubrieron que sus contenidos funcionaban bien cuando ofrecían a su público lo que quería ver, pero funcionaban aún mejor cuando, entreverado en lo que les gustaba, ofrecían a su público algo que les enfadaba, lo contrario a sus ideas, para incitarlos a que dieran rienda suelta a su indignación. Cuanto más odio se generaba, más engagement conseguían las redes y más tiempo pasaban los usuarios consumiendo contenido. El enfado producía en ellos aún más dopamina que el bienestar. Basta pensar en los comentarios de cualquier tarde de fútbol, en los memes sobre política o en las avalanchas de mensajes sobre cuestiones ideológicas. Resulta que el jarabe digital, además de adictivo, es malo para la salud mental.
Ocho de cada diez españoles se conectan todos los días a alguna red social o a una aplicación de mensajería. A través de todas esas redes consumimos contenidos de lo más variado: vídeos que no hacen ni bien ni mal, con perritos y gatitos, bebés graciosos, trucos de bricolaje o recetas de microondas. Dosis elevadísimas de información, pero tan troceada que, sin ser falsa, corre el riesgo de ser desinformativa por su simplificación y su descontextualización. Memes que ridiculizan, estereotipan, polarizan y radicalizan y que están sembrando la discordia en cuestiones cada vez más ideologizadas. Fotos y vídeos de puro postureo que nos abocan a un perfeccionismo imposible y merman nuestra autoestima. O contenido totalmente inadecuado disponible, también, para menores. Y todo eso nos hace volver una y otra vez a consultar un contenido que no nos aporta demasiado y que puede mermar nuestra salud mental.
Al final del día, si cada uno de los usuarios de redes sociales hiciéramos examen de conciencia para valorar en qué ha mejorado nuestra vida gracias al contenido que hemos visto, muy pocos días cerraríamos en positivo. Normalmente, estamos más irritados y angustiados, nos sentimos más indignados con lo que pasa en el mundo, menos conformes con lo que nosotros tenemos o somos, más convencidos de nuestras ideas y menos proclives a escuchar las del contrario, y, para colmo, nos hemos distraído y nos hemos quedado sin tiempo para lo que teníamos que hacer. Y así, aquellas pantallas que, como el jarabe, parecían la solución a la tos, nos hicieron tan adictos que ya no podemos dejarlas. Este adictivo jarabe digital sigue a nuestra disposición. Y no se vende, nos lo regalan.
La Mecedora Divulga is licensed under CC BY-NC-ND 4.0