Por un ecosistema mediático público y regulado de verdad

Por Xosé Rúas Araújo

Aun a riesgo de que este titular y asociación inicial entre medios públicos y verdad pueda producir sarpullidos en algunos sectores políticos o suscitar ciertas suspicacias de posible manipulación, desinformación y censura gubernamental, en las siguientes líneas trataré de justificar la necesidad de una regulación mediática de los medios públicos, dentro de la esfera pública, tal y como expresó Habermas. Una regulación que también contribuiría a poner un poco de orden -público, en sentido estricto- ante los denominados desórdenes informativos actuales.

Y una regulación amplia, no sólo de los medios públicos, sino también de los servicios digitales, cosa que parece que empiezan a tener bastante clara quienes entienden que la televisión y las plataformas ya van más allá de la utilización del viejo electrodoméstico y que estamos en el consumo multipantalla, que incluye el visionado desde distintos aparatos y recursos tecnológicos y, con ello, la posibilidad de emisión y control -sí, control público, disculpen- del espacio radioeléctrico y digital.

Un debate que va más allá de la pugna entre derechas e izquierdas y de la polarización artificiosa y marquetiniana por ganar la batalla del relato y ver quién dice la barbaridad y el insulto más vasto, con “V” de victoria y viralidad.

Porque esto va de aceptar o no que los grandes señores de X o Meta sigan operando a sus anchas y sin control ni condiciones en nuestro territorio (o si prefieren en esta España mía, esta España nuestra, que dirían los que ahora enarbolan las banderas) y permitiendo que desde otros países (sean rusos rojos comunistas o miembros de la fachosfera) interfieran, alteren y hackeen nuestros procesos y resultados electorales, nacionales, autonómicos y hasta locales.

Y esto también va de protegernos contra quienes promueven o aceptan la desinformación por encargo, cuyo modelo de negocio no es la verdad y su única Biblia y código deontológico es la remozada economía de la atención. Follow the money, sigue el rastro del dinero, que le sugerían a Woodward y Bernstein en el caso Watergate, narrado en la película Todos los hombres del presidente, y que ahora podemos preguntarnos para saber quién está detrás de la Dark Web, el negocio de la posverdad, la publicidad programática y el sesgo algorítmico, descrito en los manuales contra la desinformación.

Se trata de dar respuesta a la pregunta de si la democracia está en juego y si estamos dispuestos a que nuestros políticos patrios sigan colaborando con quienes pretenden difundir una sensación de caos e ingobernabilidad, de imposición de una anarquía donde “sólo el pueblo salva al pueblo” y, en definitiva, a colaborar con la ruptura de nuestro sistema democrático.

Y luego están quienes con una mano defienden el liberalismo extremo de esa mano negra y poco transparente que regula el mercado (por mucho que la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, CNMC, intente resistirse a ello) y con la otra piden ayudas públicas para garantizar la supervivencia de sus medios privados.

Claro que cambiarlo no será posible si no hay un consenso y voluntad necesarios, dentro del ecosistema digital, término que apela a la necesidad de un clima y ambiente colaborativo y propicio por todas las partes implicadas.

Pero ¿es suficiente con apelar al derecho de rectificación o con el artículo 510 del Código Penal para combatir los discursos del odio mediante la difusión de la desinformación por parte de pseudomedios y agitadores de las redes sociales, que han encontrado en el recurso al insulto ad hominem y en la difusión deliberada de noticias falsas y teorías conspiratorias una forma de multiplicar su tráfico de visitas y viralización? ¿Cuántos jueces estarían dispuestos en esta España mía y nuestra a entregarse a la causa de cerrar X o Telegram, como ocurrió en Brasil y Francia?

La UE ha dado un primero paso, con el Reglamento de Libertad de Medios de Comunicación, ante la creciente preocupación por la falta de transparencia en cuanto a su propiedad y asignación de fondos y subvenciones públicas, además del Reglamento de Servicios Digitales, que obliga a las empresas digitales a rendir cuentas por los contenidos publicados en sus plataformas. Pero ¿qué o quiénes nos impiden disponer de una legislación propia en este sentido en nuestro país?

Lo mismo ocurre con la regulación de los medios de comunicación, donde también tenemos el ejemplo de nuestros países vecinos, con la Entidade Reguladora para a Comunicaçao Social (ERC) en Portugal, que incluye un observatorio sobre la desinformación y dispone de capacidad de apertura de procedimientos administrativos sancionadores, y también en Francia, el Conseil Supérieur de l´Audiovisuel (CSA) y la Ley Contra la Manipulación de la Información, que ha permitido a la justicia francesa la retirada del sitio web de un periódico por considerarlo un peligro para la salud pública y democrática del país.

Porque así es esta infodemia que padecemos, donde la verdad, al igual que la salud y los hospitales públicos, no nos parecen importantes, hasta que nos afecta a nosotros… y a mi querida España, esta España mía, nuestra y de todos los públicos. Como las televisiones públicas de servicio público.


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