¡Tápate, que te vas a resfriar!
Es lunes por la mañana. Te despiertas y notas esa sensación de picor y aspereza en la garganta. –Creo que estoy incubando algo. –¡Claro, te dije que te taparas, que te ibas a resfriar! –Escuchas la voz de tu abuela desde la otra punta del pasillo.
–Ya está esta mujer otra vez. –Piensas. Pero ¿y si tuviera razón? ¿Y si haberte tapado la nariz y la boca correctamente al salir a la calle el fin de semana hubiera duplicado la efectividad de tu sistema inmunológico? Acerca de ello hablaba José Gómez Rial hace un año en un hilo de X, centrándose en diversas estrategias. Hoy queremos profundizar en una de ellas: las membranas biológicas.
Piensa en nuestras células como si fueran balones de fútbol. Para que el aire no se escape a la atmósfera, necesitan estar delimitados por una envuelta que separe el espacio interno del externo, bien sea de plástico o tela. En el caso de las células, esta envuelta está formada por una doble capa de lípidos o grasas que denominamos bicapa lipídica. Su composición es muy variada y cuenta con propiedades características.
Las principales moléculas que la conforman son los fosfolípidos, formados por una gran cabeza en contacto con el agua y unas colas que prefieren juntarse e interaccionar entre sí, permaneciendo al margen (Figura 1). Esta estructura permite que las membranas biológicas sean fluidas. Imagínalas como aceite en un recipiente. No son estáticas, sino que cuentan con cierta fluidez definida por su composición. Un ejemplo son la manteca y el aceite de oliva, porque, aunque ambos son grasas, la primera es sólida a temperatura ambiente mientras que el segundo se mantiene en estado líquido en estas condiciones.
Es, precisamente, la temperatura una de las variables que más influye en las membranas (Figura 2). Cuando disminuye, favorece que los fosfolípidos se junten entre sí, aumentando la rigidez de la bicapa, mientras que, al aumentar, se pierden las interacciones. En realidad, son como los humanos cuando llega el verano y decimos: “¡quita, que me das calor!”


Las bicapas lipídicas no solo sirven para delimitar el perímetro de la célula, sino también para crear espacios dentro de ella, de forma similar a los diferentes armarios de una cocina. Piensa en estos espacios como cajas esféricas que se denominan vesículas lipídicas y cuya función es preservar contenidos.
Dependiendo de la demanda de la célula, estos contenidos pueden ser liberados dentro de ella misma o incluso al exterior si se tratan de, por ejemplo, moléculas que nos defienden frente al ataque de los virus, retomando el hilo de X del que hablábamos al principio.
La liberación de contenido vesicular al exterior se denomina exocitosis y, de forma muy gráfica, es similar al movimiento de una lámpara de lava (Figura 3). La vesícula lipídica se mueve hasta que alcanza la membrana celular y los fosfolípidos de ambas se fusionan gracias a que cuentan con un movimiento fluido, como hemos explicado antes.

De esta forma, cuando un virus entra por nuestra nariz o garganta, las células de la superficie liberan sustancias que ayudan a eliminarlos y prevenir una infección que puede derivar en enfermedad. Sin embargo, en invierno y en ausencia de prendas que preservan el calor, como bufandas, respiramos aire frío que provoca que la temperatura de nuestra faringe disminuya hasta 5ºC.
Este cambio de temperatura es suficiente para que las bicapas lipídicas de dichas células se vuelvan más rígidas y menos fluidas, disminuyendo, a su vez, la capacidad de sus vesículas de fusionarse con la membrana celular para liberar su contenido interno. ¡Y por su culpa ahora vuelves a tener gripe otra vez!
Bueno, por su culpa… o por la tuya, al no seguir los consejos de la abuela. Quizá ella no sabía la base científica que se esconde detrás de este fenómeno, pero ahora, cada vez que te diga “¡Tápate, que te vas a resfriar!”, podrás contestarla: “Sí, abuela, porque si no, mis membranas se van a volver rígidas y no podrán liberar sustancias antibióticas en caso de respirar algún virus que ande suelto por ahí.”
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